Creo que te lo he contado alguna vez: enfrente de donde
vivimos hay una Iglesia a la que suelo entrar un rato cada día. Entro a ver al
Señor pero a veces me pregunto si no será Dios quién me espera a la puerta. Y
pienso esto porque siempre, apostado en la puerta de la Iglesia, hay un
pobre que se llama Juan...
A mí me gustar charlar con Juan; tenemos diálogos cortos –
no quiero estorbarle en la tarea de recoger el dinero que la buena gente que entra y sale o pasa por delante de
la puerta deposita en sus manos-; pero más que dinero me gusta compartir con él
mi tiempo.
-“¿Qué
tal hoy Juan? ¿Cómo va la cosa?”
-“Pues
nada, como siempre, aquí estamos… Muy mal porque me falta un día para acabar el mes y no he sacado para
pagar la habitación…”
O alguna otra vez:
-“Buenos
días… ¿Como estamos?”
-“Hoy me
duelen mucho los huesos pero nadie me cree…Mira..." Y me enseña un certificado médico en el que está escrito que
tiene una enfermedad ósea importante…
O, ahora, en invierno:
-“Abríguese
que hace mucho frío. Métase más para adentro…”
-“No, no
puedo; que si me meto la gente no me ve y no me deja monedas… Además no me creen y me dicen que me ponga a trabajar…Pero,
¿dónde voy a ir yo con 6 millones de
parados…?”
Estos son mis diálogos con Juan… Al final, nos
despedimos deseándonos buena jornada… Y me voy soñando con el día en que la
humanidad se una en un solo acuerdo: el de la igualdad de dignidad de todos los
seres humanos, y que todos respetemos dicho acuerdo; el día que, como está
escrito en la imagen que acompaña a la entrada de hoy, comprendamos que todos
compartimos los mismos sueños…
El otro día Juan me sorprendió: era mi cumpleaños y,
curiosamente, la vida me llevó por otra ruta distinta a la cotidiana y no pasé por la Iglesia. A eso de
las cuatro de la tarde, cuando me encontraba en casa, recibí un mensaje en el
teléfono de un número que desconocía. El mensaje rezaba así: “Felicidades de
parte de Juan (el de la Iglesia)”
Me conmoví, me puse el abrigo y bajé a darle las gracias.
Mientras cruzaba el semáforo él ya me sonreía; después, nos fundimos en un abrazo
sin palabras y regresé a casa repitiendo aquella frase del Evangelio: “Verdaderamente
es el Señor”
Te quiero mucho. Hasta el mes que viene
Ana