Siguiendo con el tema de transmitir la espiritualidad en la familia, te lanzo otra pregunta que me acompaña desde que era joven, que otros me ayudaron por aquel tiempo a resolverla pero que vuelve a cuestionarme con insistencia desde que soy madre:“¿Qué importa que unos te llamen Dios y a otros se les llenen simplemente los ojos de lágrimas? Al final, todo lo bueno se parece a Ti” (Cortés)
A veces me pregunto y sin ánimo de claudicar: ¿Nos estamos empeñando demasiado en dirigir
espiritualmente o tendríamos que plantearnos más bien un acompañamiento que
toca a la persona entera pero que respeta su libertad?
Antes de hablar a nuestros hijos de creencias y doctrinas
concretas, ¿no tendríamos que ayudarles a descubrir su interioridad y a
desarrollarla…?
Sé que son preguntas que exigen desprendimiento,
generosidad, determinación de quedarnos con lo fundamental…pero estoy
convencida de que hemos de favorecer en nuestros hijos este ejercicio de
acariciar su propia esencia.
Esto que te propongo no es fácil en un mundo lleno de
ruidos, de música estridente y de distracciones electrónicas; sin embargo, creo
que sin ratos de silencio y contemplación es más difícil que nuestros hijos se
planteen la pregunta profunda del sentido de sus vidas y escuchen la voz de ese
Dios que susurra, que no grita y que tantas veces nos ha hablado en el silencio.
Lo acaba de decir Benedicto XVI en la fiesta de San
Francisco de Sales:
“Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial”“Abrir la posibilidad de un diálogo profundo, hecho de palabras, de intercambio, pero también de una invitación a la reflexión y al silencio que, a veces, puede ser más elocuente que una respuesta apresurada y que permite a quien se interroga entrar en lo más recóndito de sí mismo y abrirse al camino de respuesta que Dios ha escrito en el corazón humano”
Te quiero mucho. Hasta el domingo
Ana